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Responder a la Llamada

Un creyente sabe que la única respuesta cabal a la llamada de Dios es la de Samuel –habla, Señor, que tu siervo escucha (1Sm 3, 10)– o la de María –he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38)–. Si Dios existe, es todopoderoso y nos ama, entonces su propuesta será el único camino para alcanzar la felicidad que nuestro corazón anhela. El problema no es qué respuesta darle, sino cómo reconocer la invitación que Él dirige a cada uno de nosotros.

 

Es difícil hallar un modelo único que describa las formas en que el Señor nos hace oír su voz. Nadie es más creativo que el Espíritu creador. Hay factores comunes que se repiten en muchos casos; pero no quiere decir que siempre sea así. Cada uno tiene que recorrer su propio camino y, al hacerlo, descubrir cómo Dios le sale al encuentro.

 

No es extraño que, cuando el Señor se dirige a alguien, esta persona experimente al principio una conmoción interior. Hay algo que le hace no estar muy satisfecho con las opciones vitales que ha tomado hasta ese momento. Las cosas pueden irle bien o mal, ser muy feliz o desdichado, estar llevando una vida casi de santo o ser un tremendo pecador… Da igual. Experimenta que algo le falta. Aunque poseyera el mundo entero, éste no sería suficiente para él (cf. Mt 16, 26).

 

De repente, en medio de esa inquietud, se cruza una idea. En algunos casos, la de seguir a Cristo como sacerdote o consagrado. Entonces suele establecerse una lucha espiritual. Por muy claro que uno tenga la importancia de cumplir la voluntad divina, hay una sensación de vértigo que nos desconcierta y frente a la cual nos rebelamos: «¿De verdad te has fijado en mí? ¿No serán imaginaciones mías? ¡No quiero! Me asusta. ¡Piensa en otro!». Se percibe con increíble realismo hasta qué punto es costoso lo de dejarlo todo por Él (cf. Mt 16, 24). No queremos hacerlo y, de hecho, solemos buscar distracciones, esperando que esa idea que nos ronda la cabeza sea tan pasajera como el sueño de una noche de verano.

 

Pero el caso es que, queriendo nosotros evitarla, sigue estando ahí. Su presencia se hace insistente en nuestra vida; pero con una insistencia particular, radicalmente distinta a la que comporta cualquier tipo de obsesión. Aunque nos resulte extraño, nos desconcierte, nos sorprenda y nos moleste, tenemos que reconocer que no nos amarga. Al contrario, somos testigos de cómo va dejando en nuestra alma una dulce serenidad.

 

Esa suave convicción que se asienta en nuestro interior nos otorga la ilusión y la pasión que sólo las cosas verdaderamente grandes pueden suscitar. Lo que ha nacido como un pensamiento fortuito, se convierte en una especie de fuego cuya energía tenemos que transformar en respuesta para que no nos queme dentro. Nace una osadía inaudita: quizá sea una locura hacer lo que sentimos que Cristo nos pide, pero preferimos equivocarnos en el empeño antes que ver la propia existencia fracasada por no haber tenido el valor de intentarlo siquiera.

 

Tal valentía suscita una profunda paz. Superadas las resistencias iniciales que planteaba nuestro propio corazón, comienzan a aparecer otras externas, las que surgen cuando hay que decírselo a los padres, dejar a la pareja, abandonar el trabajo… Con frecuencia, quienes más queremos nos miran como si no nos conocieran, como si les hubiéramos defraudado. Se enfadan, no nos comprenden, tratan de quebrar nuestro propósito con argumentaciones racionales o con chantajes afectivos. No comprenden que hay una Razón y un Amor superiores que ya nos han cautivado y a los que hemos entregado nuestra vida. En semejante tesitura, uno se disgusta, se sorprende, discute… Pero, paradójicamente, pese a todo se siente en paz. A nuestro alrededor el mundo se estremece con la violencia de un huracán en alta mar, pero estamos firmes y seguros como si esa tempestad no fuera con nosotros.

 

De repente, uno se da cuenta de que no es el dueño de su vida. Al decidir poner su destino en manos de Otro, descubre que, en realidad, Él nos había guiado desde mucho tiempo atrás. Percibimos que somos como piezas necesarias de un engranaje eterno, lo cual nos provoca gratitud y humildad. Somos muy pequeños delante de un amor tan grande. Es Dios quien nos hace, y a nosotros sólo nos toca dejarnos hacer, permitir que, con la fuerza del Espíritu, nos moldee a imagen de su Hijo para, como Él, servir a nuestros hermanoslos hombres, alabar al Padre del cielo y entregar la vida en nuestra cruz particular por la salvación del mundo.

 

Este proceso, y cualquier otro que el Señor pueda haber dispuesto, no sólo necesitan ser clarificados desde dentro. Es imprescindible una mirada externa, que nos ayude a distinguir la voz misteriosa de Dios entre los múltiples ecos que resuenan en nuestro interior. Para responder necesitamos un compañero de camino, más experimentado que nosotros, en quien confiemos, y cuyos consejos puedan servirnos de luz ante las oscuridades e incertidumbres.

Al final, la decisión definitiva no es exclusivamente nuestra. De nosotros depende ponernos a disposición de la Iglesia que, a través del ministerio apostólico, tiene la misión de discernir en el nombre del Señor. Uno puede presentar sus inquietudes a los responsables de la comunidad y debe hacerlo con total honestidad y sinceridad sobre su historia y su interior. Con esa intención y esos datos, después de un largo periodo de escucha comunitaria de la Palabra y de atención a los signos del Espíritu, serán otros quienes decidan y nos presenten al Señor. Atender la llamada de Dios y responder a ella no es una aventura en solitario. Somos acompañados, ayudados y sostenidos por los hermanos. También ellos nos aceptan como un don que presentar al Altísimo por el bien de todos.

 

La respuesta a la llamada no es algo que se realice una sola vez en la vida. Cada día somos invitados a renovar nuestro«sí» al Señor. No impiden que lo hagamos ni la pérdida del entusiasmo juvenil, ni la experiencia del fracaso, ni el peso de nuestros pecados. Lo que descubre un creyente es que cada mañana el Resucitado renueva su confianza en el pobre pecador que somos cada uno y, como en el caso de Pedro cuando se le apareció junto al mar de Galilea, también a nosotros, olvidando nuestras negaciones, sólo nos pregunta si le queremos para, acto seguido, encomendarnos el cuidado de sus ovejas e invitarnos a seguirle al Reino de su Padre (cf. Jn 21, 15-19).

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